TODOS ELLOS ERAN ANDRÉS: LA VIDA Y LA OBRA EN UN SÓLO GENIO.Hablar de Andrés Caicedo, es hablar del jovencito colombiano con aire lewisiano de gruesos lentes y cabellera larga, que nació el 29 de septiembre de 1951, admirador de la obra de Vargas Llosa, y que se suicidó el 4 de marzo de 1977 a los 25 años, pues consideraba que vivir más de esa edad era una vergüenza, que publicó en vida dos libros, El Atravesado y ¡Qué viva la música!, luego se publicarían otros más; pero al mismo tiempo es hablar del mito hecho carne, del niño terrible y precoz de la literatura colombiana, tal como fuera Arthur Rimbaud en Francia, del adolescente bondadoso seducido por la maldad de las pasiones humanas, del loco capaz de escribir en plena fiesta en su máquina “pepito metralla” la historia más alucinada que se le viniera a la mente, del joven seducido por las drogas, del cinéfilo amante de Kim Novak, del melómano fanático de Richie Ray y Boby Cruz, Héctor Lavoe, Janis Joplin y los Rolling Stones, del joven tímido y tartamudo que prefería la escritura porque sabía que era la manera más bella de comunicarse, del burguesito hastiado de ser un niño bien para ir de norte a sur de Cali en busca del lumpen y los fumaderos, del Andrés que respetaba a los marxistas pero que no era ni marxista ni capitalista, y por último, del ser humano que comprendió que vivía única y exclusivamente para la muerte, por lo tanto él debía sacarle una cita.
EL REBELDE ANTIUNIVERSITARIO“Fui aplicadísima, y no me faltaba nada para entrar a la U. del Valle y estudiar arquitectura: segundo lugar en los exámenes de admisión…, pues, era a no dudarlo, una nueva etapa, tal vez la definitiva de esta vida que ahora me la dicen triste, que me la dicen pálida…”, esas son las palabras de María del Carmen Huerta, el personaje de Andrés Caicedo en su novela ¡Qué Viva la Música”, y es que Andrés siempre fue la invención de sí mismo y se reflejaba en cada uno de sus personajes, jamás fue a la universidad y prefirió una formación autodidacta. Andrés fue fiel a sus pasiones, a los llamados que le hacía la noche que no lo tragaba pero que tan sólo lo sacudía, un fanático de la noche, un nochero que llegó a preguntarse “¿Si la gente viviera sólo de noche y no de día?”. Pero esa noche a la que se refería era símbolo de su perdición y de su más desenfrenada atracción hacia la muerte.
LOS VIAJES HACIA EL DELIRIOLas drogas eran los viajes hacia el delirio de Andrés, una de las maneras de escapar de sus tormentos, la libertad cercana del desesperado que sufre en un callejón sin salida, al punto que habla de ellas, “la mariguana me daba pesadez de estómago, pensadera inútil, odio, horquilla, pereza, insomnio; luego vendrían los riecitos de fuego excavando, cienpiés, pequeños y mordientes en mi cerebro (allí caí en cuenta que tenía un cerebro), melancolía de boca, flojera de piernas y punzones en las ingles de tanto en tanto.”
Pero eso fue en su etapa burguesita, en el norte de Cali, al lado de los niños bien, para luego, una vez ya en el sur, al ritmo de Héctor Lavoe y Richie Ray, soñar “…con ella, con un polvito blanco (erótica, aunque referidas a una raquítica acción de fuerzas, me sonaban estas palabras) en un fondo azul, y luego con el polo Sur, y por allí navegando una barca de muertos.” Al punto de afirmar que drogado uno no podía ver cine. ¿Fue uno de sus experimentos para hacer literatura? ¿Fue el amor al cine y la influencia que tuvo en él la película Viaje hacia el Delirio? Quizá ninguno de los dos, sino tan sólo su loca carrera por ganarle a la muerte y ser el Andrés SIEMPREVIVO.
ANDRÉS Y LA CINESÍFILIS“Psicosis, esa película que no he querido volverla a ver, para no olvidarla.”, así es como Andrés a través de Alfred Hitchock, aprendió a amar a Kim Novak, la actriz por la que inventó un amor idealizado, un amor en vano, pues desde que la vio en “Vértigo” ella fue su fetiche.
Su amor al cine lo llevó, luego de ser actor y guionista de teatro, a fundar el Cine-Club de Cali, en aquellos años setenta todos habían centrado preocupación por la literatura, la pintura, la política, pero nadie aun por el cine, es así como Andrés materializa su idea para llenar ese vacío. Luego vendrían la filmación de su cortometraje codirigido con Carlos Mayolo, Angelita y Miguel Ángel, que fue una adaptación de su cuento del mismo nombre, y además Un hombre bueno es difícil de encontrar, otra adaptación del cuento de Flanery O•Connor.
Luego vino su etapa de crítico de cine, sus textos fueron recogidos en Magazine Dominical del Espectador de Bogotá, Occidente, El País y El Pueblo de Cali. Además en las revistas de cine Vivencias de Colombia y Hablemos de Cine del Perú, gracias a su amistad con el Director Isaac León. Pero fue en la revista qué él con sus amigos fundaron, a la que llamaron Ojo al Cine, en 1974, y que alcanzó a editarse en cinco números, donde Andrés habló de las películas de directores consagrados como Bergman, Visconti, Pasolini, Buñuel, Chaplin, Ford, Wilder, y otros aun novatos, como Arthur Penn, Sam Peckinpah, Roger Corman, Jerry Lewis, David Cronenberg, Philip Kaufman, Robert Benton, Richard Fleisher, Pollanski, Donal Siegel, Jhon Houston o Nelly Kaplan.
Pero Andrés también fue un reportero de cine, que viajó a Estados Unidos donde entrevistó a Sergio Leone y que fue capaz de acercarse al Director holliwoodense Roger Corman para intentar venderle dos de sus guiones de terror, quien jamás le dio respuesta alguna. Sí a ese cine de Hollywood al que tantas veces había vilipendiado, pues consideraba que era un cine vacío y servicial a la ideología del imperio. Y justamente es en este viaje donde redacta una serie de notas de cine, muy personales, y que formarán parte de su relato “Pronto:(fragmento de unas tales Memorias de una cinesífilis, encontradas en una botella en las riberas del Canal de Panamá)”.
Billy The Kid, causó una influencia terrible en Andrés, ese personaje mítico del viejo oeste, ladrón de bancos, aun niño cuando empezara sus fechorías y que a los 21 años tenía más muertos que su edad, que hasta el mismo Borges analizara en su texto “El asesino desinteresado Hill Harrigan”. Es por eso que Andrés Caicedo analizó las películas, con inmensa acusiocidad y pasión, de Stan Dragoti “Billy el Asqueroso”, “Patt Garret & Billy The Kid” de Sam Peckinpah, como también las de Kin Vidor, David Millar y Arthur Pen, en donde actuara el Famoso Paul Newman. Todas referentes a la vida del niño bandido Billy The Kid.
EL MELÓMANO EMPEDERNIDO“Y por la U. del Valle dándomelas de estudiante y con aire de pelada de paseos, embluyinada y con botas de dar pata o de saltar charcos según el mancito. Pero eran difíciles los acuerdos. Nadie parecía vivir con el interés constante de la música. Y si hablaban de la necesidad de organizar movimiento para sacar al nuevo rector, yo salía con qué: "tumba victoria que yo aquí no me quedo", y me paraba odiosa, amenazando: "dame Salsa, Salsa es lo que quiero". Les daba la espalda y retumbaba el cemento.” Quizás esta fue la vida por la que tuvo que atravesar Andrés, como su personaje María del Carmen, la de aparentar ser un joven más, “un chico de universidad”, aunque no siempre, mientras todos lo consideraban un fracaso, un bueno para nada, un drogo sin futuro, un desquiciado sin conciencia social, el símbolo de la decadencia burguesa, en una sociedad de dementes, un jovencito perdiendo la razón en el empeño de probar la verdad de los escritos lovecraftianos pero que ante todo y sobre todo amaba la música, y que se tendía en el campus universitario a oír a Los Rolling Stones deseando 2 ó 3 sorbos de cerveza.
Y es que Andrés supo mezclar el cine, la literatura, las drogas, la rebeldía, el teatro y la música, al punto de que habló en su novela de una posible ayuda estatal para obtener la "Cavorita" y la droga que lo haría invisible; terminó con una comparación feliz: "invisible como las chicharras que se mueren de tanto cantar”... Como él mismo diría, sabido es que a las chicharras les rasca el sol y cantan para olvidarse. Cuando no cantan, duermen un sueño tonto. Cuando cantan en exceso, revientan. Andrés amaba la música, por sobre todas las cosas, pues consideraba a la literatura y al cine como artes menores y aburridas, y la música era lo último que le quedaba para no reventar tan fácilmente.
LA POLÍTICA EN ANDRÉSEn su novela ¡Qué viva la música!, Caicedo hace clara alusión a su tendencia política: La música, el arte y la vida. Jamás se situó entre los marxistas o los capitalistas, al contrario, a estos últimos frecuentemente atacaba en sus escritos, y sentía un respeto hacia el marxismo, pero lo suyo no era ni lo uno ni lo otro. Y quizá para la juventud y los intelectuales de su tiempo esto fue un pecado, ya que en aquellos años estaban en boga la revolución cubana, el che Guevara, los anticonceptivos, los hippies, el antiimperialismo, Janis Joplin, y es que Andrés estuvo con todos ellos y con ninguno al mismo tiempo, sólo quería tiempo para vivir.
“Los marxistas, pensé, sintiendo como un impulso de apartarme de mi cohorte de juventud fantástica e irles al encuentro, porque, como le digo, respetaba y respeto su pensamiento.”, estas son sus reflexiones, serias a veces, pero en otras no deja de ser sarcástico, “…El Grillo, el marxista, que vino a emborracharse por penas de amor, diciéndome los uno y mil fracasos de la burguesía (la pelada de la que está enamorado vive en pleno Nortecito)…”, pues Andrés no consideraba una vida entregada en la que cada acto sea para combatir el imperialismo. Así como una vida burguesa, llena de “moral”, “buenas costumbres”, tampoco eran para su ritmo.
MORIR DE AMOR“…Una donde Patricia la linda (que era malvada con los hombres)...”, escribe Andrés en ¡Qué viva la música!, y fue, de repente esa Patricia de su novela, que en la vida real, la última gota que derramó el vaso de su vida, el motivo final mas no el absoluto que lo llevó al abismo inmenso: la Muerte.
Patricia Restrepo, la mujer de su mejor amigo, Carlos Mayolo, fue la musa de quien Adres Caicedo se enamoró perdidamente con un amor a muerte.
Y fue ella quien un 4 de marzo de 1977 lo halló escribiendo sobre “pepito metralla”, su máquina de escribir, la carta de despedida en donde le decía desesperadamente que no lo dejara. Andrés Caicedo esta vez por fin había cumplido con lo predestinado, con lo planeado por él de antemano, luego de dos intentos fallidos de suicidio. Esa misma mañana le había llegado el primer ejemplar publicado de su novela en donde se le fue la vida ¡Qué viva la música!
Qué bajo había caído Andrés, se había desclazado, y como él escribiría, “Qué bajo pero qué rico, no me importa servir de chivo expiatorio, yo estoy más allá de todo juicio y salgo divino…”, sí y así Andrés se enrumbó y luego se desenrumbó, le echó de todo a la olla y consiguió la salsa de su confusión, fue fiel a sus principios de no formar parte de ningún gremio, pues nunca lo pudieron definir ni encasillar, jamás permitió que lo vieran como persona mayor, respetable, decidió quedar para siempre como un niño, como un Billy The Kid del propio western de su vida, o un Peter Pan de su infancia que se negó a crecer, y murió tranquilo, dejando obra y confiando en unos pocos buenos amigos.